Argentina, el destino que se encareció sin crecer.
El gobierno nacional decidió mantener el esquema cambiario que ancla al dólar en torno a los $1.500. La medida, que busca proyectar calma y control tras el triunfo electoral, se presenta como un símbolo de estabilidad en un país donde la cotización de la moneda define casi todos los humores. Pero detrás de esa sensación de orden se oculta una tensión que atraviesa de lleno a uno de los sectores más sensibles de la economía: el turismo.
El ministro de Economía, Luis Caputo, considera “razonable” el actual tipo de cambio y se muestra cómodo con un dólar que no se mueve. La estrategia, al menos en el corto plazo, logra contener precios y expectativas. Sin embargo, también redefine ganadores y perdedores dentro del entramado económico. Los fondos financieros internacionales, las importadoras y las agencias de viajes que venden pasajes al exterior figuran entre los principales beneficiados. El capital especulativo encuentra en la brecha de tasas y la estabilidad nominal una oportunidad de rentabilidad; las empresas que importan, por su parte, acceden a productos más baratos; y el turismo emisivo crece, impulsado por una clase media que vuelve a mirar destinos fuera del país.
La contracara la sufren la industria nacional, las economías regionales y el turismo interno. La apreciación cambiaria encarece al país para los extranjeros y vuelve menos competitiva la oferta local. Durante las últimas vacaciones de invierno, la cantidad de viajeros dentro del territorio cayó un 10,9% respecto del año anterior, mientras aumentó el número de argentinos que viajaron al exterior. La ecuación es clara: cuando el dólar se atrasa, el gasto afuera se percibe más accesible y el turismo receptivo se debilita.
El turismo argentino siempre ha sido un espejo fiel de la macroeconomía. Cuando hay atraso cambiario, el país se vuelve caro para el visitante extranjero y tentador para el argentino que busca salir. Hoy esa doble presión se siente con fuerza. La Argentina pierde atractivo en dólares mientras los destinos locales enfrentan una caída en la demanda que repercute directamente en el empleo, la hotelería, la gastronomía y los servicios. En provincias donde el turismo explica más del 10% del empleo, la merma del movimiento interno se traduce en menos reservas, menos consumo y menos trabajo.
El atraso cambiario genera además un efecto estructural difícil de revertir: entran menos divisas y salen más. El país se encarece como destino y se abarata como consumidor. En ese equilibrio artificial, el turismo receptivo —uno de los sectores que más dólares genera sin necesidad de importar insumos— queda relegado. “El dólar barato es una ilusión de corto plazo: mejora el humor social y abarata el consumo, pero erosiona la capacidad de generar divisas genuinas”, explica la economista Agostina Monti Salias. “En el turismo esto se traduce en un país más caro para los extranjeros y más atractivo para los que viajan afuera.”
La estabilidad cambiaria otorga al Gobierno un respiro político, pero al mismo tiempo debilita la competitividad externa. En un contexto en el que el turismo representa cerca del 10% del PBI y se ubica como el cuarto complejo exportador del país, su retroceso no es menor. Mientras las agencias emisivas celebran, los prestadores locales advierten sobre una temporada de verano que podría llegar con menos visitantes y márgenes más ajustados.
La pregunta, entonces, no es si la estabilidad es deseable, sino a qué costo. Un dólar barato puede dar alivio transitorio, pero si se sostiene artificialmente termina desfinanciando al país productivo y desincentivando los sectores que aportan valor y divisas. En turismo, el impacto se mide en reservas vacías, economías regionales más frágiles y menos ingresos para el país.
La Argentina necesita que la estabilidad no signifique quietud, sino sustentabilidad. Un tipo de cambio competitivo, políticas activas de incentivo al turismo receptivo y reglas claras para la inversión podrían devolverle al sector su rol de motor económico. Porque la verdadera estabilidad no se mide en la cotización del dólar, sino en la capacidad de un país para sostener movimiento, empleo y desarrollo.

